Dormía solamente con unas gotas de Chanel nº5, tenía once dedos en los pies y de pequeña quería ser Alicia en el País de las Maravillas. Tartamudeaba, era sensible y también neurótica. Convirtió el Happy Birthday en himno nacional cuando se lo cantó en el Madison Square Garden al presidente de EE.UU. John F. Kennedy, uno de sus miles de amantes, y la despidieron como modelo por ser «demasiado sexual».
Interpretó a un sinfín de rubias tontas, pero no fue una de ellas. «Mentiras, mentiras, mentiras. Nada más que mentiras. Todo lo que se ha dicho de mí son mentiras», le confesó a su amigo, el fotógrafo George Barris. Tan solo se veían las luces, la sonrisa, la imagen despampanante; pero su vida estuvo rodeada de sombras, alimentadas todavía más por las conspiraciones que aún medio siglo después rodean a su muerte.
Se especuló con el suicidio cuando la encontraron desnuda, con el teléfono descolgado y una sobredosis de barbitúricos. Tenía 36 años. «Nunca me pareció más feliz (...) Estaba leyendo 'Matar a un ruiseñor' esos días. Al final me dijo: 'Te quiero, te veré el lunes o cuando vengas' (...) Menos de veinticuatro horas después de esta llamada, Marilyn apareció muerta», cuenta Barris en «Marilyn Monroe. Cuando crezcas serás hermosa, feliz y famosa» (Confluencias, 2016). Este miércoles 1 de junio, convertida en un mito del séptimo arte, la tormentosa e irreductible Norma Jean Baker habría cumplido 90 años.
Una superdotada eclipsada por clichés
Precedida de clichés, pocos se atrevieron a ver más allá de su voluptuosa imagen y de sus ondas doradas. Marilyn Monroe representó el sueño americano de muchas mujeres en la edad de oro de Hollywood, pero su vida estuvo marcada por la tragedia, por la infancia rota de «hija ilegítima», por las tinieblas que procuraba disipar con una sonrisa desencantada.
Superó los papeles de 60 segundos en el cine, y pronunció sus primeras palabras en pantalla en «La Jungla de asfalto», con John Huston, que la dirigiría también en su última película culminada, «Vidas rebeldes», donde tres personajes incomprendidos buscan un lugar donde encajar. Nunca lo encontraron. Eran Montgomery Clift, Clark Gable y Marilyn y, a los pocos meses de finalizar el rodaje, los tres protagonistas murieron.
Por lograr el éxito en la gran pantalla sacrificó su propia esencia: se tiñó el pelo de rubio platino y dejó que un respiradero le subiese la falda en «La tentación vive arriba», la gota que colmó el vaso en su matrimonio con Joe DiMaggio. Se convirtió en el mito Marilyn Monroe, y el mundo olvidó a la persona, Norma Jean Baker. «Siempre pasaba con el coche por el teatro con mi nombre en la marquesina. Estaba tan emocionada? solo deseaba que hubieran usado 'Norma Jean' para que todos los niños de la escuela y el orfanato que me ignoraban pudieran verlo», aseguraba en 1948.
Marcada por una infancia rota, a la deriva entre abusos sexuales y casas de acogida, buscó siempre la compañía de hombres con los que intentaba mitigar la ausencia de su padre. Explotó su voluptuosidad como modelo y, cuatro años después de posar desnuda por tan solo 50 dólares, su imagen en portada agotó la tirada del ejemplar con el que se estrenó la Playboy de Hugh Hefner. «Cuando crezcas serás hermosa, rica y famosa», le dijo su tía Ana. Y lo hizo. Consiguió su sueño, convertirse en actriz, y Hollywood nunca tuvo la fuerza suficiente para resistirse.
En "Marilyn tenía once dedos en los pies y otras leyendas de Hollywood” (Lunwerg, 2016), la ilustradora María Herreros recoge una cita de su último marido. Tras su muerte, el dramaturgo Arthur Miller aseguró que, «de haber sobrevivido, tendría que haberse vuelto una cínica o haber perdido más contacto con la realidad todavía. En lugar de ello, era como una poeta en una esquina de la calle tratando de recitar a una muchedumbre que tiraba su ropa».
Vida dramática y comedia en el cine
A pesar de que siempre buscó papeles con los que explotar su perfil dramático, eran su físico y su vis cómica los que elevaron a la compleja Marilyn Monroe a los anales del séptimo arte. Cautivó a algunos de los mejores directores de la meca del cine, y muchos de ellos no pudieron resistirse a contar con ella de nuevo. Joseph L. Mankiewicz, Howard Hawks, George Cukor o Billy Wilder. Y títulos para la memoria como «Con faldas y a lo loco», «Niágara», «La tentación vive arriba», «Eva al desnudo» o «Los chicos las prefieren rubias», el paradigma de ese espejo en el que le gustaba buscarse... aunque nunca se encontraba del todo.
George Barris «podía ver cierta tristeza en sus ojos, aunque hubiese aprendido a sonreír, como un payaso con el corazón roto», por eso en su libro reivindica la naturalidad de su amiga, y su inocencia. Una amiga que nunca dudó en utilizar sus encantos para cautivar al público, y sobre todo a los directivos de un Hollywood patriarcal y siempre frívolo que prefirió lucrarse con su belleza, y prescindir de la otra Marilyn, la inteligente (tenía un coeficiente intelectual de 168) e inspirada, rodeaba de intelectuales, como su amigo Truman Capote.
Durante la prueba para la película «Amor en conserva», otra eminencia cayó en sus redes: «Groucho me preguntó si podía andar de manera que cuando lo hiciera saliera humo de su cabeza. Le dije que sí podía. Recorrí la habitación y cuando me di la vuelta, ¡salía humo de la cabeza de Groucho!». Y así obtuvo un pequeño papel en el filme, interpretando, cómo no, a la chica rubia del teatro.
El propio Barris, que armado con su cámara buscaba siempre el mejor tiro, se quedó prendado del lenguaje corporal de Monroe mientras preparaba un guión. «Comenzaba tumbándose para relajarse lo máximo posible para estudiar; lo sujetaba por encima de la cabeza o contra su pecho; levantaba una pierna cuanto podía; relajaba la otra con la rodilla doblada; movía la cabeza de un lado para otro, y cerraba los ojos, como si durmiera un sueño profundo. También podía ponerse de rodillas, como un gato preparado para saltar», relata.
«Siempre hay dos versiones de una misma historia», reconocía habitualmente la actriz. Entre captura y captura en Santa Monica Beach en 1962, poco antes de que encontraran su cuerpo inerte, Marilyn Monroe desnudó su alma con Barris. Los enigmas que nunca quiso desvelar, gritaban por sí solos ante la cámara. «Esta soy yo, sin pecas ni nada; la auténtica yo», contaba al revisar las instantáneas. Nunca pudo guardar secretos para los fotógrafos.
Ella, que se había acostumbrado a interpretar a otros personajes y olvidarlos al terminar la película, no conseguía hacer lo mismo con su vida; siempre expuesta, perseguida. «Su rostro tiene una edad indefinida y me recuerda a la condesa descalza. Odiaba ponerse zapatos, y su flequillo dorado caía constantemente sobre su ojo derecho. Aún con treinta y seis años, miraba y actuaba como una adolescente», recordaba Barris, quizás uno de los últimos en hablar con la actriz.
Tras su muerte, la cámara siguió buscándola. Pero, después de aquel 5 de agosto de 1962, ya nunca más volvió a encontrarla. Su público, que la aupó cuando nadie se atrevía a ver más allá de la superficie, y sus amigos más cercanos, nunca pudieron olvidarse de la agridulce Marilyn Monroe. Su férrea determinación evitó que Ella Fitzgerald sufriese la discriminación racial que imperaba en la época, y la cantante de jazz, tras su muerte, reconoció que era «una mujer muy especial y adelantada a su tiempo, solo que no lo sabía».
Truman Capote, compañero de fatigas de esas starlets en las que la actriz siempre procuró no convertirse, se despidió de su amiga como mejor sabía, con palabras. El escritor le dedicó uno de los relatos de «Música para camaleones», en el que se hace eco de una conversación con Miss Collier, una de sus mecenas: «No es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo que ella tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante, nunca podía salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil, tan sutil, que solo la cámara puede captarlo. Es como un colibrí en vuelo: solo la cámara puede congelar su poesía». Capote siempre se escondía cuando ella le preguntaba cómo la describiría. Prefería no caer en las redes de la tormentosa Marilyn. Pero terminó cediendo, atrapado por su magnetismo.
-Marilyn: ¿Cómo contestarías a esa pregunta? (Su tono era juguetón, burlón, y sin embargo sincero al mismo tiempo: quería una respuesta honesta). Apuesto a que dirías que era una palurda.
-Capote: Por supuesto, pero también les diría?
(Ya se iba la luz. Ella parecía desvanecerse con la claridad, mezclarse con el cielo y las nubes, retroceder y ocultarse detrás. Yo quería alzar la voz por encima de los gritos de las gaviotas y preguntarle: «Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué es una mierda esta vida?»)
-Capote: Yo diría?
-Marilyn: No te oigo.
Capote: Diría que eres una hermosa niña.
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