Fue en un banquete oficial en el palacio de Buckingham, una cena a la que habríamos acudido unas 200 personas, entre ellas el primer ministro británico, medio gabinete del Gobierno, el presidente de Sudáfrica, varios miembros de la familia real y, por supuesto, la propia reina Isabel II. Nuestro encuentro ocurrió después de la cena. Estaba hablando con un ministro del Gobierno y su esposa cuando se nos acercó una señora de una cierta edad. Tenía una copa de coñac en la mano y en la cara una sonrisa pícara. Lo primero que dijo fue que tenía ganas de salir a fumarse un pitillo.
Era nada menos que la notoria femme fatale, la cortesana de palacio convertida hoy en esposa del heredero de la corona británica -y probable futura reina- Camilla Parker Bowles. Sus primeras palabras rompieron el hielo, los cuatro en nuestro grupito nos pusimos a reír y, tras una simpática complicidad establecida, empezamos a hablar holgadamente de otras cosas. Camilla es una mujer divertida, irreverente, simpática, normal, que no se toma muy en serio y que no sucumbe a los complejitos y narcisismos nerviosos de los que fue presa su globalmente adorada y admirada y bella rival, la princesa Diana.
Camilla utilizaba en privado dos adjetivos para definirla, dos palabras campechanas -de formalidad aristocrática, nada- cuya traducción más auténtica sería quizá "lela" y "como una chota".
A mí me parecieron muy acertadas, y aunque compartí el estupor general ante la noticia de la muerte de Diana, me negué a remar en el océano de lamentaciones y llantos que inundó a medio mundo, patentando un fenómeno que se ha vuelto a ver ahora tras la muerte de Steve Jobs, definido de manera muy acertada por un columnista inglés como "el duelo recreativo".
Menos, incluso, me interesó la boda real que se acaba de celebrar entre el príncipe Guillermo y Catalina Middleton, ahora duquesa de Cambridge. Guillermo y Catalina son una pareja cuyo hábitat natural es el mundo de los hermanos Grimm; Camilla y Carlos no estarían de más en una novela de Tolstoi. Unos proyectan toda la complejidad de Cenicienta y su príncipe azul; los otros evocan las complicadas sagas de amor que entrelazan la narrativa de Guerra y paz.
UN ROMANCE CASI LITERARIO
Naturalmente, son Guillermo y Catalina los que venden; Carlos y Camilla interesan a sus compatriotas bastante menos incluso que el futbolista Wayne Rooney y su esposa, Coleen. Una serie de encuestas hechas a finales del año pasado en Inglaterra demostraron que dos tercios de la población quería que Guillermo se saltara a su padre y sucediera a su abuela en el trono. Menos de una de cada cinco personas quería ver a Carlos y Camilla instalados en el palacio de Buckingham.
El romance del príncipe Guillermo y Catalina Middleton ha sido, de principio a fin, previsible y banal. Jóvenes, guapos, sonrientes, bien vestidos, se conocieron en la universidad -tan gratamente "modernos" ellos-, se enamoraron, esperaron un tiempo decente para anunciar que se iban a casar, contrajeron matrimonio en la superboda de lo que va de siglo y se fueron de luna de miel a las Seychelles. Ah, y cumplieron con aquella parte tan importante del guion que exigen los tiempos: ella proviene de una familia normal, sin lazos a la aristocracia. Cenicienta se casó con el futuro rey.
Carlos y Camilla, en cambio, han vivido una grandiosa historia de amor y lo han hecho a lo largo de más de cuarenta años. La gente no acaba de ver la riqueza del drama que tiene enfrente de sus ojos porque ninguno de los dos corresponden o -incluso en su juventud- correspondieron a los cánones de belleza impuestos por Hollywood, o los tabloides ingleses, o Gran hermano. El hecho de que ella, en particular, sea vista como fea, y que él la hubiera preferido como objeto romántico y sexual a la obviamente atractiva Diana, con la que fatalmente Carlos se casó, le atribuye a la relación un punto de autenticidad admirablemente alejado de la trillada fábula que protagoniza el hijo mayor de él.
Carlos y Camilla nutrirían no solo una novela de Tolstoi, sino del contemporáneo, terrenal y lascivo Philip Roth. Intensamente sexuales (¿o me van a decir que la famosa bromita de Carlos de querer ocupar el lugar del tampón de Camilla les hace una pareja anclada en la era de la reina Victoria o Felipe II de España?), a la merced de fuerzas del destino, de las tiranías de la costumbre, de la falta de autoconocimiento y otras debilidades de carácter que no podían controlar, se vieron condenados a una larga e infeliz travesía hasta que, demasiados años después, volvieron a juntarse, reconociendo por fin, ante ellos mismos y el mundo, que este era el gran y único amor de sus vidas.
Calificaba a Diana en privado de algo traducible como ‘lela’ y ‘como una chota’
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